El nuevo Joker no es el genio criminal que anteriormente han encarnado en la gran pantalla Jack Nicholson (Batman, 1989), Heath Ledger (The Dark Knight, 2008) y el cuestionado Jared Leto (Suicide Squad, 2016). Al contrario, la criatura interpretada por Joaquin Phoenix es un alma desolada, sola y enferma que carga con toda la tristeza del mundo sobre sus huesos mientras marcha en espiral hacia lo más profundo de la locura. Arthur Fleck es empleado en una agencia de payasos para eventos. Vive con su madre en un pequeño departamento en el centro de Gotham y sueña con llegar a ser un gran comediante al igual que el host de su programa de televisión favorito. Periódicamente, una asistente social le receta medicamentos para poder convivir con sus problemas psicológicos y no tener que volver al asilo psiquiátrico. Como frutilla del postre, sufre de una rara enfermedad nerviosa que hace que no pueda controlar su risa tétrica.
Una serie de eventos desafortunados harán que todo lo que pueda salir mal salga aún peor e inician la transformación de Arthur en uno de los villanos más populares de la cultura pop. En contraposición a La Broma Asesina (The Killing Joke, 1988), la novela gráfica de Alan Moore sobre la antítesis de Batman, acá no es sólo un mal día el detonante del rumbo del personaje hacia la insanidad absoluta, sino el mismo sistema en el que intenta sobrevivir. Los edificios desteñidos, el cielo nublado y la basura predominante en las calles son una referencia directa a la Nueva York de fines de los setenta. Además, la puesta en escena y fotografía configuran un tributo casi calcado a títulos como Taxi Driver (1976) y El Rey de la Comedia (1982). No es casual que Martin Scorsese –director de ambas obras- haya estado a punto de ser productor ejecutivo del proyecto, rol que terminó ocupando Bradley Cooper por problemas de agenda del realizador de raíces italianas.
La composición de Phoenix es simplemente brillante. Una vez más el actor de 44 años se las ingenia para escaparle a cualquier tipo de zona de confort en la que podría caer cualquier artista de su estirpe y entrega un relectura del Joker de cuerpo entero, comprometida e incómoda al mismo tiempo. Un papel arriesgado por donde se lo mire y del que ha sabido hacer algo absolutamente propio. Por su parte, el director Todd Phillips se corre de la tonalidad de sus trabajos anteriores para entregar un relato espeso que mantiene la tensión en un constante in crescendo de principio a fin. ¿El resultado? Un drama crudo que funciona como una crítica a la cultura del consumo norteamericana haciendo foco en su política de salud pública, el culto a la violencia, el sadismo de los medios de comunicación y la extrema desigualdad económica de uno de los países más ricos del mundo.
Un relato tan bien estructurado y construido que cuesta contemplar la posibilidad de que forme parte de cualquier tipo de universo compartido, tan típico en los tiempos que corren. Parecería ser que la sociedad entre Warner y DC encuentra su razón de ser en los proyectos que tienen a sus personajes en versión solista y bienvenida sea la diferencia con las exigencias del mercado cinematográfico actual. Esta no es una película de superhéroes más y quienes vayan al cine esperando eso van a salir probablemente muy decepcionados. Tampoco es una película para cualquiera, ni siquiera para los fanáticos del personaje. Es una obra para ir a contemplar, pensar más allá de su duración y proyección y valorarla por sí misma y lo que representa. Una historia que llegó en el momento justo para recordarle a los espectadores que otro tipo de cine basado en las historietas es posible.